A veces me enamoro de los paisajes. Me pasa, por ejemplo, cuando voy bajando por el área norte de la Isla, de San Juan hacia Rincón, y llegamos a la cuesta de Guajataca. Por unos segundos, mis ojos son absorbidos por los azules del gran mar que rodea parte de la costa de Quebradillas y por los verdes que le dan forma a ese pedazo de tierra de ensueño.
Me pasa, también cuando transito el tramo de la 115, desde el Bohío de Cano hasta la panadería de Calvache. Ambas carreteras, la que es para subir y la que es para bajar, se encuentran separadas, y a su vez, abrazadas por una gran recta de árboles, muchos de ellos de mangó. Cuando están en temporada no es raro encontrarse con varias personas estacionadas a la orilla de la carretera recogiendo los frutos maduros que han caído al piso. Tampoco es extraño ir de lo más tranquila en tu auto y que de la nada te caiga un mangó, tipo proyectil, en el cristal, dejándolo quebrantado en alguna parte. A pesar de la furia con la que les gusta romper cristales, el mangó es una de mis frutas favoritas. Además de que me encanta su sabor, lo asocio mucho con mi infancia. Le doy un mordisco y automáticamente me transporto al patio de mamá Delia, repleto en cada esquina de los mangós que caían del inmenso árbol que anida justo al lado de su casa. A pesar de que mamá peleaba porque le tocaba bregar con el revolú de los frutos caídos, no dudaba ni un segundo en recogerme dos o tres del piso y picármelos cada vez que yo me antojaba. Allá iba doña Delia, con sus manos santas, a cortar el mangó en pequeñas lascas para que yo pudiese comérmelo.
Y sí, digo que sus manos son santas porque para mí que así lo son, perfectas y libres de toda culpa o pecado. Les juro que todo lo que tocan lo mejoran y lo engrandecen. Así es, por ejemplo, cuando cocina. Estoy segura que de sus dedos retollan las hojas del cilantrillo, del orégano y del recao con las que hace el sofrito y que de sus palmas nacen las semillitas de achiote y los dientes de ajo con los que condimenta los alimentos. A eso huelen sus manos, a sofrito y a Caribe.
Había algo en el acto de verla cocinar que me conectaba con un sentimiento de hogar y de familiaridad que, de alguna forma u otra, iba más allá de este archipiélago. Había cierta musicalidad cada vez que mamá machacaba el ajo en el pilón, toc, toc, toc, cortaba la cebolla en el tablón, clac, clac, clac y daba en la esquina de la olla con el cucharón, tan, tan, tan. Se movía de un lado al otro, comandando el espacio, guiada por la sabiduría ancestral de sus manos santas.
Con mamá Delia aprendí que el acto de cocinar era como confeccionar pociones de amor para los seres queridos, pero fue con mami con quien aprendí de lleno a crear en la cocina. Mami me enseñó a confiar en la intuición porque para ella no habían medidas que valieran la pena. Con mami, al igual que con mamá, se cocinaba a ojo. Cuando tenía alguna duda sobre la cantidad que debía echar, me decía: “mira, tú le echas agua hasta por aquí, mas o menos” y me señalaba alguna marca casi invisible de la olla. Así mismo me enseñó a hacer arroz blanco, arroz mesturao con salchichas, habichuelas guisadas y pollo en fricasé. Para saber si el arroz tenía suficiente agua o no, simplemente tenía que tratar de poner una cuchara en el medio del arroz con agua, si se mantenía parada, tenía suficiente agua, si se caía hacia algún lado, había que quitarle agua. Gracias a las también manos santas de mami aprendí a hacer el sofrito puertorriqueño, el que lleva pimientos verdes, ajíes dulces, ajo, cilantrillo, orégano, cebolla y recao. El mismo que mamá Delia lleva en sus manos desde que nació y el mismo que ahora me acompaña cada vez que entro a la cocina a crear pociones de amor. Ahora, al igual que a mamá Delia, y al igual que mami, pienso que mis manos me huelen a sofrito y a Caribe.
Hoy por hoy no me cuesta afirmar que soy del Caribe, pero no siempre fue así. Me ha tomado mucho aprendizaje y desaprendizaje el poder forjar y construirme desde esa identidad. Verán, a pesar de lo próximas que se encuentran nuestras islas hermanas del Gran Caribe, en Puerto Rico es muy rara la vez que se escucha hablar sobre nuestra conexión con ellas. Aquí, por lo general, y muy a mi pesar, se mira como referente cultural y sociopolítico, casi exclusivamente, hacia los Estados Unidos. Las pocas veces que se mira a algunas de las islas vecinas suele ser a Cuba o a la República Dominicana, pero pienso que se hace con el rabito del ojo, por encima del hombro o con aires de superioridad, señalando los problemas de su gente como si la nuestra no estuviese luchando todos los días por subsistir en este país.
Esa fijación por todo lo Made in U.S.A., común en el ideario del colonizado, me agarró durante la etapa de la adolescencia. Pensaba que todo lo de allá era mejor, la música, las películas, los libros y las personas. Quería ser una Disney Channel girl y vestir a la moda de niña rubia-gringa, todo lo quería en inglés. El hecho de estudiar en una escuela bilingüe, donde la prioridad era, en efecto, el estudio y el aprendizaje del inglés, hacía que mis gustos por esa otra cultura fuesen cada vez más fuertes. Sin embargo, simultáneamente, fui descubriendo otros intereses, unos que me acercaban más al Puerto Rico que me vio nacer y que me crio.
La primera década de los 2000 fue la época del boom del reggaetón. Don Omar, Zion y Lennox y Wisin y Yandel pronto se convirtieron en algunos de mis artistas favoritos. Me encantaba encerrarme en mi cuarto a cantar y a bailar como lunática al son del tra. Ese movimiento suelto de caderas cada vez que perreaba frente al espejo, me conectaba con las caderas que se meneaban en las islas hermanas del Caribe sin yo saberlo. Ese meneo también lo observaba cada vez que acompañaba a mis padres a algún negocio y estaba sonando el merengue, la salsa o la bachata a to’ jender en la vellonera. Me encantaba mirar aquellos cuerpos emparejaos bailando al unísono en ritmos musicales que también me hacían sentir en casa. De esta y otras formas, coexistían en mí el deseo de asemejarme a la imagen y a la cultura de los de allá, con la certeza de saberme pertenecer a una cultura muy diferente. Al entrar a la universidad, especialmente en el transcurso de completar mi maestría, esa fijación por todo lo estadounidense, poco a poco, fue disminuyendo y mi identidad como puertorriqueña-caribeña comenzó a fortalecerse.
Desde la escuela superior, ya me cuestionaba varias cosas, la existencia de dios, las posturas políticas de algunos seres queridos y el machismo que acaparaba la sociedad en la que vivía. Llegué a la universidad queriendo encontrar respuestas y con la necesidad de seguir rompiendo con muchas de las supuestas verdades que de pequeña me habían enseñado. Opté por sumergirme el campo de las artes y de la literatura. Creo que mis padres no entendían del todo el por qué, habiendo sido una estudiante destacada en las matemáticas, escogí irme por el arte y las letras. Sinceramente, yo tampoco estaba cien por ciento segura del por qué, no estaba clara en qué terminaría haciendo, pero sí estaba convencida en que ese era el camino que mi alma y mis sueños indicaban.
Comencé a interesarme en el arte y en la literatura cuando llegué a décimo grado. Tomaba clases de dibujo y leía libros de Paulo Coehlo o novelas young adult como la serie de Twilight. Ya en grado doce empecé a enamorarme de algunos autores puertorriqueños como Abelardo Díaz Alfaro, Julia de Burgos y Kattia Chico. No obstante, fue en la universidad, a través de las clases de literatura hispanoamericana y literatura puertorriqueña, que mi mundo libresco se expandió. Poco a poco fui adentrándome al mundo real-maravilloso de Alejo Carpentier, a la prosa fascinante de Pedro Cabiya y de Ana Lydia Vega, a la poesía de Clara Lair, de Angelamaría Dávila y de Juan Antonio Corretjer, entre otros.
Para esos tiempos, andaba casi por las nubes, enchulaísima de quien hoy día es mi esposo. Salíamos constantemente de la universidad para alguna playa de Rincón a besarnos y a soñar la vida bohemia. Nos regalábamos libros cada vez que podíamos. Nos devorábamos, las bocas y las páginas. Hablábamos sobre los revolucionarios de nuestro Puerto Rico, sobre el mar o sobre el espacio. Me sentía genuinamente libre, abierta a todo lo nuevo que tuviese que llegar y esperanzada en poder poner mi granito de arena en la construcción de un mejor país.
Aun trazo mi camino de vida con esa esperanza, me aferro a ella fuertemente la mayor parte del tiempo. Pero para serles franca, con el pasar de los años se me hace más complejo el poder mantenerla. Pienso y afirmo que el contexto sociopolítico que nos ha tocado vivir es uno muy fuerte, difícil de sobrellevar y de digerir. Algunos en mi país dicen que mi generación es la generación de las crisis, que eso de conocer un Puerto Rico relativamente próspero es cosa de generaciones pasadas y cuidao. No recuerdo un solo momento en mi vida en el que me hayan dicho que las cosas andan bien, que vamos mejorando o que se augura algún tipo de prosperidad. Esa falsa ilusión de desarrollo y de libertad que promulgó el Estado Libre Asociado para mediados del siglo XX, agoniza desde hace demasiado tiempo y ahora somos muchos quienes no nos comemos el cuento. La realidad de hoy día es que las crisis parecen agudizarse cada vez más. Es común despertarse y comenzar el día a son de noticias sobre asesinatos, balaceras, la crisis en la educación, en la vivienda, en la salud, que no hay suficientes médicos para una población cada vez más envejecida, que se nos cae en cantos la universidad pública, el estado de emergencia ante los feminicidios, la corrupción rampante, la precarización de los servicios públicos o la venta de nuestras tierras y de nuestras playas a extranjeros millonarios. Las temporadas de huracanes a veces se nos hacen interminables cuando nos encontramos bajo el poder de líderes políticos que solo buscan el beneficio y el lucro personal a cuenta del pueblo.
Por eso afirmo que hay que tener coraje pa’ vivir en este archipiélago. Y digo coraje en todos sus sentidos, desde la ira, la furia y la rabia hasta la valentía y el valor. Pienso que vivir a Puerto Rico, igual que vivir el Caribe, es un constante acto de resistencia. No es fácil navegar la montaña rusa de emociones que viene con el simple y complicado acto de vivir aquí. Es batallar entre un constante deseo de querer quedarse en el país que le vio nacer a una y la necesidad urgente de querer irse a otro lugar donde se respete el derecho a una vida digna.
Me cuestiono casi a diario qué será de nuestro futuro cuando el presente, constantemente, se siente tan inhabitable. Siempre que dudo, regreso a mi tribu, a mi familia y a mis seres queridos. Regreso, por ejemplo, a las manos de mamá Delia y a las pociones de amor que confecciona todos los domingos cada vez que la vamos a visitar. Y me refugio en eso, en el amor, que como dice Bell Hooks, es la base para la revolución, que no hay amor sin justicia y que no hay justicia sin amor. Me pregunto, nuevamente, si vale las penas o no el quedarse aquí y tal vez nunca consiga una contestación cien por ciento certera. Por ahora, hago todo lo posible por mantener la esperanza encendida, escribiendo y reescribiéndome, recordando el movimiento de caderas, las manos con olor a sofrito y a Caribe, los mangós y el tramo de la 115.
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